Tras el gravísimo accidente de Fukushima, es probable que mucha gente tenga dudas respecto a lo que representa el fenómeno de la radiactividad y qué consecuencias puede tener para la salud. Las radiaciones son un tipo de energía que forma parte de la naturaleza. Por ejemplo, gran parte del material del suelo es uranio, y las estrellas también emiten radiación, especialmente el sol, y esto se nota de forma acusada cuando viajamos en avión. Las partículas que más abundan son las de tipo gamma, que atraviesan sin dificultad los tejidos e impactan en el ADN de las células, donde producen el efecto más importante, ya que provocan mutaciones celulares produciendo cáncer. La radiación también se puede inhalar. Esta vía tiene un agravante, porque el elemento químico entra en el cuerpo, puede metabolizarse y permanecer durante mucho tiempo descargando radiaciones. Hay que distinguir entre la exposición puntual a altas dosis (muy por encima de 100 milisieverts), que pueden provocar efectos agudos en poco tiempo (malestar, quemaduras en la piel, caída del pelo, diarreas, náuseas y vómitos), y los daños acumulados, que pueden causar problemas más graves a largo plazo (cáncer), sobre todo leucemias y cáncer de tiroides. Esto último es debido a que entre los múltiples componentes que pueden encontrarse en un reactor nuclear, uno de los más peligrosos es el yodo radiactivo, que puede ser absorbido por el organismo durante un accidente acumulándose en la glándula tiroides. El uso de yoduro de potasio (las famosas pastillas de yodo) tiene como objetivo evitar estos daños, saturando la glándula para que no pueda absorber más yodo radiactivo.
Las radiaciones controladas no suponen ningún riesgo, y conviven con nosotros en hospitales, industrias, en ciertos gases que se encuentran en el terreno... Sirven para tratar el cáncer (radioterapia) y para diagnosticar muchas enfermedades (resonancias magnéticas, por ejemplo). Lo que ha sucedido en Japón es una situación inesperada e impredecible, y las repercusiones dependerán de la distancia a la que se encuentre cada persona, su sensibilidad y por supuesto las dosis y los materiales radiactivos emitidos.
Según ha reconocido la Agencia de Seguridad Nuclear Japonesa, unos minutos después de la tercera explosión registrada en la central, los niveles de radiación superaron los 8 milisieverts (mSv) por hora, el triple de la cantidad normal a la que está sometida una persona a lo largo de todo un año. Una persona recibe unos 3 mSv a lo largo de todo el año (según la OMS), el 80 % a través de fuentes naturales de radiación, y el otro 20 % a través de procedimientos y pruebas médicas, aunque estas cifras varían en función del terreno. Según Eduardo Gallego, profesor del Departamento de Ingeniería Nuclear de la Universidad Politécnica de Madrid, por debajo de los 100 mSv al año (cifra que equivale a 2 o 3 escáneres), la mayoría de la gente no sufre ningún síntoma. Los ciudadanos de Fukushima tendrían que estar unas 12 horas expuestos para alcanzar los 100 mSv. Es muy recomendable no obstante realizar controles médicos periódicos en busca de posibles tumores. A partir de 100 mSv pueden aparecer algunos daños en la piel, náuseas, vómitos, problemas respiratorios y, si afecta a mujeres embarazadas, puede ocasionar retraso en el desarrollo cerebral del bebé. A mayores dosis, mayores repercusiones como destrucción del sistema nervioso central y los glóbulos blancos y rojos, lo que compromete el sistema inmunológico.
Pese a ello y al reciente accidente ocurrido en Japón, es un error pensar que las centrales nucleares son excepcionalmente peligrosas. Desde el accidente en la central soviética de Chernobil (Ucrania) se ha desatado una furia antienergética nuclear que ha perseguido al mundo. El accidente, una explosión de vapor, sucedió en un reactor inestable en el que se estaba llevando a cabo un experimento imprudente y mal planteado. Las 75 personas que murieron eran casi todas trabajadores de la central o del equipo enviado por el estado para recoger el desastre. Incluso la BBC anunció solemnemente durante los años siguientes que habría decenas sino cientos de miles de muertes a causa de la radiación en toda Europa. Médicos pertenecientes a diversos organismos de Naciones Unidas han realizado repetidas investigaciones y no han encontrado ninguna prueba que respalde esas sombrías predicciones. Los expertos en radiaciones que podían haber puesto en tela de juicio semejantes predicciones decidieron guardar silencio. En cualquier caso, debido a dicho accidente y a las pruebas nucleares llevadas a cabo por Francia, la Unión Soviética y EEUU, se formó la idea de que todo lo nuclear, incluido el uso de energía atómica para producir electricidad es malo, insalubre y hasta pecaminoso. De esta manera, el mensaje se amplificó hasta el punto de que ningún partido político tiene el coraje de respaldar abiertamente la energía nuclear como la más ecológica, barata, fiable y segura fuente de electricidad.
El miedo a lo nuclear está tan enraizado que si a un ingeniero de una central nuclear japonesa se le cae una llave inglesa y necesita primeros auxilios (y con este ejemplo no pretendo restar importancia al gravísimo accidente de Fukushima), la noticia aparece en la primera página de nuestra prensa bajo el título de "Grave accidente en una central nuclear japonesa", mientras que la muerte de cientos de mineros chinos a consecuencia de una explosión subterránea en una mina de carbón no merecerá más que un pequeño párrafo perdido en las profundidades de esa misma prensa.
Tomado de "La Tierra se Agota" de James Lovelock.